lunes, 10 de octubre de 2011

Nubes y claros

Nubes y claros se alternan estos días dentro y fuera de mí. Vuelvo a pasar por Guatemala, esta vez en mi camino de regreso a México. Me alojo estas dos semanas en santa Cruz, a orillas del lago Atitlán, en la casa que me presta un amigo, ahora ausente en Europa.
Una vaga melancolía me acompañó los primeros días que pasé en el pueblo. La soledad, otras veces buena compañera, esta vez me enseñó los dientes. El cielo, casi todo el tiempo cubierto, me negaba la luz del sol, y las nubes parecían llorar mansamente a cada rato.
Después he podido abrir la mirada a la inmensa belleza de cuento me rodea. Pongo la atención afuera y observo maravillada cómo se va transformando el paisaje; cómo las nubes adoptan infinitas formas, cómo varían a cada momento sus colores y texturas. También cambia el aspecto del lago, de los volcanes y cerros que lo rodean. Es un flujo de movimiento constante que no se detiene nunca.
Pongo la mirada adentro y observo, también maravillada, cómo cambian mis paisajes internos. Aprendo de observar y de observarme; escribo en mi cuaderno y en mi memoria.
También aprendo y generalmente disfruto en mi relación con los otros. Estos últimos días comparto casa con una pareja de artesanos, Anna (finlandesa) y Pablo (argentino), con quienes la convivencia es agradable. Rodri, amigo común de ellos y mío, que está pasando una temporada en San Pedro, también estuvo con nosotros unos días.
Paso mucho tiempo sola y también dedico muchas horas a las niñas y niños de la casa de al lado. Son cuatro hermanitos indígenas maravillosos que se han aficionado a mí y aparecen por casa varias veces cada día. Yo también me he aficionado a ellos y me divierto un montón con sus ocurrencias. Su lengua materna es el kakchikel, un idioma para mí incomprensible salvo por algunas palabras que escriben en mi cuaderno para que yo estudie y aprenda. Por ahora me sé unas siete u ocho y no sé si me dará la cabeza para más. Federico, el tercero en edad, todavía no habla casi nada de español, pero los dos somos muy expresivos y nos entendemos. Sus hermanas mayores, Teresa y Clara, también ayudan como intérpretes. Son buenísimas, atentas, educadas a más no poder y espabiladas. Fede es muy cariñoso; a veces me sorprende con muestras de cariño que me derriten. Estamos jugando y se me acerca para darme un beso espontáneo, así porque sí, y luego sigue jugando. Aprendo mucho de ellos: de su alegría, de cómo se ayudan los unos a los otros, de su capacidad para estar aquí y ahora, presentes, entregados con pasión al juego o a la actividad en la que estemos. Esto último es lo que buscamos tanta gente adulta a través de la meditación y otras prácticas más o menos sofisticadas. Ellos lo hacen de manera espontánea.
Me encanta la risa de Clara. Es la expresión del disfrute total, del gozo. Es una risa entregada, sin reservas. Me hace gracia como dicen mi nombre (y lo dicen muchas veces cada día): Marriyaaaaaa. Con cariño, con demanda. Mi nombre suena bonito en su boca. Son tremendamente integradores; preguntan por todo el mundo y se despiden de cada una de las personas presentes diciendo su nombre. “Adiós, Marriya”, “adiós, Pablo”, “adiós, Anna”, “adiós, Rodilla” (“Rodilla” es como llamaban a Rodrigo).
Su compañía me hace bien y saca de mí cosas tan bonitas como cariño, cuidado, creatividad, humor, atención y gozo. Me invento juegos y participo con los niños en otros que proponen ellos o que se crean solos, mágicamente, en la interacción. Contamos cuentos, hacemos piñatas, dibujamos, bailamos, tocamos instrumentos, cantamos, imitamos animales, competimos en carreras de bolis.
Aquí van algunas fotos…