domingo, 1 de mayo de 2011

Encuentros viajeros y experiencias migratorias

Estoy conociendo a muchísima gente. Algunos encuentros duran varios días; otros duran horas o minutos, pero incluso en los cortos, muchas veces hay intercambio. Es algo muy bonito. Como ejemplo, aquí os cuento una situación de las que en viaje resultan normales pero en la vida cotidiana se dan raramente (al menos en mi caso):

Agarro una camioneta. Las camionestas son pick ups con la parte de atrás cubierta por una lona, que tienen cabida para unos 10 pasajeros/as cómodos/as... e infinitos si se aprietan. A mí me encanta viajar en camioneta porque te da el aire en la cara y vas viendo el paisaje sin cristal de por medio.

Sólo hay otra persona cuando yo me subo. Es un jovencito francófono sonriente, de pelo largo y recogido atrás, torso desnudo y muy bronceado: el típico hippy de Mazunte. Enseguida entablamos conversación y en los diez minutos que dura el trayecto hasta mi destino (yo iba a la playa de Ventanilla), da tiempo a compartir comida (yo pongo la porción de pizza que acabo de comprar para matar el hambre y él aporta tamales que lleva en una bolsita)... y proyectos: mi intención de continuar viajando hacia el sur durante unos meses; la suya de comprarse un caballo y enrolarse en un circo para ganarse la vida durante un tiempo. La artesanía le aburre, me cuenta, y quiere retomar los malabares y el trapecio. La camioneta le dejará en Pochutla y de ahí agarrará un camión hacia su destino, ya no recuerdo el nombre, donde espera realizar su sueño. 

Llegamos al cruce de Ventanilla y me bajo de un salto. "Adiós, suerte" "Sí, suerte para ti también". La camioneta desaparece por la carretera llevándose a este chico con sus sueños y yo continúo mi trayecto caminando, hoy hacia la playa; mañana, ya veremos.

Hay mucha gente que enseguida me cuenta su historia. A mí me gusta mucho escuchar y aprendo un montón de cosas. Ahí van otros dos encuentros (cambio los nombres de sus protagonistas por preservar su identidad)...

El el trayecto en autobús desde Pochutla hasta Tapachula, en la frontera de México con Guatemala, se sienta a mi lado Daniel, un mexicano de mediana edad y maneras exquisitas, con el platico durante un rato, antes de quedarme frita. Me cuenta que migró al "gabacho" (EEUU), donde pasó diez años trabajando en temas de mantenimiento (electricidad, carpintería, plomería, etc). Cuando llegó no sabía una palabra de inglés. Al principio se comunicaba con gestos pero no saber decir los números le traía problemas a la hora de tomar medidas para las obras. Se compró un librito para aprender la lengua y se ponía con él cada vez que sacaba un rato. Aprendió rápido los números, salvo el once, que se le atragantaba. Daniel se repetía "eleven, eleven, eleven..." Finalmente le entró el once en la cabeza.

Empezó chambeando (currando) para un compatriota emigrado años atrás, al que al parecer le había ido tan bien que tenía una cadena de restaurantes y varias tiendas. Cuando se puso a su órdenes, el jefe le dijo :"Bienvenido a la tierra de los esclavos" y parece ser que Daniel tardó poco tiempo en comprobar que su jefe no exageraba. Estuvo trabajando unos años  para este señor. Empezaba su jornada a las 8h am y terminaba cuando se podía, muchas veces de madrugada. Ganaba poco y no tenía contrato. Un día se le ocurrió montarse el negocio por su cuenta y así lo hizo; esos años fueron mucho mejores. Regresó a México para asistir a la graduación de su hijo, que le echaba en cara que se hubiera perdido algunos de los momentos más importantes de su vida por estar lejos de casa, y al final se quedó en su tierra.

En el chicken bus que me lleva, ya en Guatemala, desde Coatepeque hasta Quetzaltenango, Jose Marcos me cuenta una parte de su historia. Él es guatemalteco y migró a Ciudad Juarez, al norte de México. No tenía papeles y, cuando le cazó la Migra (la policía migratoria), se lo llevó al DF y le metió un par de días en prisión. Después le repatriaron. Los días que pasó en la cárcel, me cuenta, fueron bien feos. Presenció alguna madriza (paliza) muy gorda de varios presos contra uno solo, y sufrió, como todos, los abusos de poder de los funcionarios. También me habla de un recluso menor de edad que pedía insistentemente que le llevaran a cumplir condena a otro lugar y que, ante la negativa constante de la dirección de la cárcel, un día se embadurnó de pies a cabeza de sus propios excrementos, quizás por locura, quizás como protesta. Jose Marcos sigue trabajando en México, ahora ya con papeles, pero echa de menos su tierra y vuelve a ella siempre que puede. 













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