domingo, 1 de mayo de 2011

Mazunte: hogar posada Huerta, la fiebre del dibujo, playa Ventanilla y otras cosas bonitas

El día 21 de abril, después de despedir con pena a Claudia y Jorge, que regresan al DF, agarro mis cosas y me mudo a Mazunte, a la posada Huerta. Toda la zona está hasta arriba de turistas por la Semana Santa y casi no quedan cuartos libres en todo el pueblo, así que me vale la opción de rentarles una tienda de campaña e instalarla en su jardín por menos de 2 euros al día, como ya  han hecho otros viajeros/as que llegaron antes. Otra opción todavía más precaria es la de la gente que llegó días después que yo y se acomodaron, también en el jardín, en catres de madera  instalados ad hoc con mosquiteras rosas y blancas. No es lo más confortable del mundo pero le da al ambiente algo de poético y surrealista.

La posada Huerta es un lugar muy familiar regentado por una honrada y entrañable pareja de unos setenta y pico años: doña Sara y don Fermín. Por ahí andan también dos de sus hijas, Teresa y Rosalía (Rosita) y sus respectivos hijos, Sarai y Jalil, de unos once años. Hay otro chaval, Ezequiel, que les ayuda con todo, y una niña de unos cinco años, Atzin, muy espabilada, hija de Ana, otra huesped muy cercana a la familia.
De todos los huéspedes que se alojan en la posada, Ana y su amigo Martín, así como los divertidísimos Sergio y Teresa, se relacionan mucho con la familia y, junto con ella, forman lo que me parece una especie de clan familiar provisonal del que enseguida paso a formar parte.

Comemos juntos o desayunamos, vemos la tele (que suele estar encendida en medio de la palapa; es pequeña, en blanco y negro y con nieve de ésta de bzzzz, pero parece que es suficiente), charlamos y nos reimos mucho; el ambiente es muy agradable. 

Un día saco mi bloc de dibujo y un lápiz y me pongo a dibujar discretamente en una esquina de la palapa. A los dos minutos tengo encima a los cuatro niños observando y comentando. Les regalo papel y les presto lápices para que dibujen ellos y... zasca, se enganchan con el dibujo. Desde ese momento hasta que me voy de la casa, tres días después, dibujar se convierte en una de sus actividades estrella, algo casi obsesivo. Se termina mi bloc y compro un par de cuadernos más para que se queden en la casa a disposición de quien quiera utilizarlos. Es bonito ver cómo pasan de mano en mano y una velocidad considerable se van llenando de escenas domésticas, bosques, océanos y puestas de sol de grafito. 

Una noche les propongo el juego de armar personajes entre varios dibujando cada cuál un a parte y sin ver, hasta el final, las otras partes dibujadas por los demás. Salen seres inverosímiles y nos reimos mucho. Otra noche nos sentamos a la mesa en torno a un jarrón con plantas y cada cual dibuja en silencio su versión del mismo. Para este momento ya somos seis los que dibujamos, entre ellos un par de adultos. Durante el día, las horas muertas que pasan a la sombra de la palapa (yo ni siquiera suelo estar porque salgo a la playa o a escribir en alguna terraza) se llenan de retratistas y retratados...
 
Tanta pasión por el dibujo me anima a dibujar más y me hace pensar en mi querida tía Mari Carmen, con la que hace años pasé horas y horas pintando, y en mis amigos Liuba y Gonzalo, con los que he disfrutado dibujando alguna tarde estos meses atrás, antes del viaje.

Uno de esos días visito la playa de Ventanilla, a diez minutos de Mazunte en camioneta. Es una playa larguísima y de arena clara. El mar bate fuerte (es mar abierto) y se desaconseja el baño por precaución. A la sombra de un tejadillo de paja hay tres mesas de plástico donde se puede almorzar. Ahí me siento a comer algo. El mesero que sirve además de mesero es "salvavidas", como declara literalmente el bordado de su gorra y lo sugieren su atuendo deportivo y los prismáticos. Me da apuro ordenarle un filete de pescado y un agua de piña, no sea que en lo que los trae a la mesa se ahogue alguien (aunque no hay nadie en el agua). Me ofrezco a ir yo por la comida: prefiero reemplazarle de mesera que tirame al mar a salvar a alguien; eso último me parece más aparatoso y no garantizo el éxito de la misión, pero obviamente rechaza mi amable ofrecimiento. 

Después de comer me apunto a un recorrido en lancha por una laguna donde vemos cocodrilos, tucanes grises o de pico de cuchara, varios tipos de garzas y manglares. Desembarcamos y pasamos un rato en una isla donde nos enseñan un mono araña, iguanas, tejones y otros animales. Éstos de la isla están en cautividad. Se supone que son animales protegidos requisados a particulares que los tenían clandestinamente. Lo malo es que el espacio en que los han alojado es muy limitado, así que los pobres animales en algunos casos han pasado de Málaga a Malagón.

Hago buenas migas con mis tres compañeros de lancha y, de regreso a la playa, participo con ellos en una liberación de tortugas. Parece ser que muchas tortugas eligen esta playa y las colindantes para desovar bajo la arena; mes y medio después, cuando eclosionan los huevos y salen los bebés tortuga, un equipo de gente que trabaja en temas de ecología en Ventanilla, las recoge y las ayuda a llegar hasta el agua, donde se desarrollará casi todo el resto de su vida. Esto es lo que llaman "liberación" y han hecho de ella una actividad turística en la que se entregan las crías a los turistas para que sean ellos y ellas quienes las coloquen en la arena y vigilen que su camino hasta el mar concluya con éxito. La pena es que está masificado: este día que estuve yo había 72 tortuguitas para unas 120 personas. 

Pero también es cierto que la escena tiene su belleza: 72 tortugas recién nacidas que parten desde la playa hacia el mar inmenso, despacito despacito despacito; humanos que ven desaparecer entre las olas al animalito prohijado por unos minutos y evocan, algunos, sus respectivas despedidas de las casas familiares al comienzo de la vida adulta u otros momentos clave de la propia historia. De fondo, el sol, que se viste de gala en tonos naranjas y rosas para dejarnos a todos con la boca abierta mientras la superficie del agua aparece plateada bajo su reflejo.

Lástima no tener fotos de estos días, en que aún no tenía resuelto el tema de la cámara. Adjunto fotos que he tomado después de tres dibujos míos y uno de Sarai. 





Todos los dibujos son de la vida en la pensión. En el primero aparece Teresa, viendo la tele; en el segundo empecé dibujando el jarrón, al igual que los demás, y cuando enfrente se sentó Rosi también a pintarlo, la incluí a ella en mi dibujo; el tercero es del horno de leña en el que hacen las tortillas de maiz para el desayuno y almuerzo todas las mañanas; el último lo hizo Sarai y es un retrato de Jalil, Atzin, Ezequiel y yo.



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